
Ya amaneció.
El sol, tímido, se abre paso
por entre el verdor de los montes
mientras la tibia caricia
de un rayo atrevido
lame mi faz.
Las olas, en su eterno peregrinar,
van y vienen incansables
trayendo consigo olor a sal.
Absorta contemplo el beso eterno
entre el cielo y el mar.
Revolotean las gaviotas,
y con su batir de alas
y el eco de sus graznidos
a mi espíritu inquieto traen paz.
Allá en la arboleda
los pajarillos
en actitud reverente cantan
entonando sus letanías
con la llegada del alba.
El rocío mañanero
las flores baña
y estas, agradecidas
por el calor y el agua,
se abren majestuosas
llenando el aire
de su belleza y fragancia.
La brisa traviesa
me besa la cara,
juega con mi cabello,
lo despeina, lo enmaraña.
Y yo,
una simple espectadora,
sobrecogida,
me limito a dar las gracias
extendiendo los brazos al cielo
desde lo alto de una montaña.
¡Cuántos regalos he recibido!
Yo, que solo pasaba…
REMR
5/feb/2009
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